15 julio, 2017
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¡Nos fusilaron a Cristian!

A quemarropa, a quemanegro, a quemapobre, hoy nos mataron a otro vecino, a otro laburante, a otro inocente, por haber salido a bailar, por haber subido a un auto, por haber nacido en la villa. Otra vez la gorra, otra vez la morgue, otra vez el silencio, para que nadie descubra nunca los restos de sonrisas del «Paragüita», para que ninguno escuche jamás esa voz y para que Adrián Gustavo Otero pueda seguir siendo un respetado agente de la flamante policía porteña, como si no hubiera apretado 8 veces el gatillo del racismo. Vestido de civil, disfrazado de ser humano, increpó desde su auto a Cristian en Barracas, esta misma mañana, cuando decidió hacer uso de su impunidad y su arma de fuego: tras una discusión de tránsito, lo persiguió a los tiros hasta el cruce de Vélez Sarsfield y Santo Domingo, donde finalmente decidió terminar la discusión, con 8 argumentos de plomo. No hubo delito, no hubo contravención, no hubo alerta, no hubo arma secuestrada, no hubo nada. O sí, junto al criminal, al verdugo, al funcionario público, hallaron también sus cuchillos y su gas pimienta, para garantizarnos con «su trabajo», toda «nuestra seguridad».

 

¿De qué carajo hablan, cuando hablan de inimputabilidad?

 

A nuestro vecino Cristian Toledo, acaban de condenarlo a pena de muerte, justo acá, en la triple frontera de las leyes, la moral y la vida real, con una pistola del gobierno democrático, que infortunadamente parece haber acribillado a los chimenteros de policiales también. Pues no, no desangraron a Cristian por error, ni por exceso, ni por casualidad, sino por haber cometido todos esos delitos de los negritos que ameritan la pena capital, aunque no hayan tenido espacio para registrarlos en el Código Penal. Porque sí, allá agitan al canto de «mano dura» y «protocolos de procedimientos», pero mientras tanto aplican la tortura y los fusilamientos. ¿O no saben por qué lo mataron? Claro que saben, todos sabemos, lo mataron por haberse profugado del estigma, por haberse resistido a la autoridad del miedo, por haberse ubicado en la cola del progreso y por haberse ganado el respeto atendiendo una ferretería, ese respeto que ahora se vuelve lágrimas en los ojos del Padre Toto, que ahora espera su cuerpo junto a la familia, mientras un ejército de trolls recarga los prejuicios orales y las conjeturas inflamables que mañana volverán a detonar los diarios para justificar a los sicarios, como tantas otras veces, después de la cacería.

 

¿Inimputables?
Los millonarios, sus jueces y su Policía.

 

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