28 mayo, 2013
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Negro por venir

Código de Faltas cordobés.

Cinco siglos de intermediarios distinguidos, entre vencedores y vencidos, voceros de otra moral, maestros de otra universidad, jueces de otro tribunal, todos lectores blancos de una negra realidad. Alternando democracias y dictaduras, resultaba suficiente que un séquito de nobles vociferara por los “sin voz”, que por supuesto la tenían. Que el progresismo académico misionara por los “sin educación”, que por supuesto la tenían. Que la Justicia penalizara a los “sin dios, ni ley”, que por supuesto los tenían. Que la clase media encausara la política de los “sin techo”, que por supuesto lo tenían. ¡Basta!

Al amanecer de la democracia, el sol desnudó la falacia: la torta se cortaba, se repartía y se comía, con las mismas manos que hacían la repostería. Y en los 90, cuando la patronal echó panza, nadie cambió la balanza. Si el dinosaurio Bernardo lanzaba un zarpazo fascista, le respondía un “par” periodista. Y si el Cavallo tiraba una patada menemista, le respondía un “par” economista. Pero todos esos “pares” convivían en un zoológico de iguales, sin alimento para otros estratos sociales. Y en esa homogeneidad, la injusticia cobró naturalidad: derecha e izquierda se plantaron a disputar el poder, en un escenario donde no podían hablar los que tampoco podían comer.

Ahora, la democracia reclama el golpe de gracia. Si Miguel Del Sel acusa a una chica pobre, “que se embaraza por la asignación universal”, ya no debiera responderle un superhéroe de su misma capa social. ¿No estaría bien que los pobres tengamos derecho a réplica también? Apartados de la discusión, los villeros nacimos condenados al mismo silencio que los qom, en la sociedad, en el pabellón y en la universidad. Porque el contenido curricular no contempla los saberes de los que no pueden cursar. Y entonces nos convidan de su facultad, como si fuera caridad: que las pasantías se hagan en las villas y que nuestros pibes se esfuercen más que otros, en una carrera donde la meta no somos nosotros. No funciona así la pedagogía “del” oprimido: la educación “para” el pueblo, presupone un pueblo sometido. ¿Cuántas cátedras de intelectuales toman a los asentamientos como laboratorios sociales, donde “ir” a “dar” educación popular, aplastando las experiencias que los podrían educar? De una, rematan a los asfixiados, en la horca de los saberes calificados.

Por obra de esos letrados, sus conocimientos están sobrevaluados y, ante dilemas sofisticados, nuestro vocabulario se queda corto, ¡pero este mundo funciona como el orto! Y si nosotros somos los excluidos, no nos cabe ninguna responsabilidad. Pues bien les cabría entonces, un manto de humildad: en vez de venir a las villas a imponer recetas, vengan a buscar remedios, caretas.

Cada vez que creen halagar a La Garganta como producto de mercado, están reconociendo los saberes que históricamente han desestimado. Aun en los casos donde el esfuerzo doblegado permite el acceso a las Ciencias de la Comunicación, nuestros pibes no aprenden nada de autogestión. ¿A eso lo llaman “libertad de expresión”? Nos enseñan a competir con respeto, pero con Barone y Bonelli, no con Szpolski o Magnetto. Ni libertades, ni expresiones, sólo discuten el margen de permiso concedido por sus patrones, como si los trabajadores de prensa fueran empleados de una despensa, en relación de dependencia de los ricos por herencia, o de los que estudiaron administración de empresas en instituciones privadas sin “negros cabezas”.

De verdad, queremos nuestro pedazo de universidad. Pero hoy, ahora, no cuando sean adultos los chicos con computadora. Porque los villeros que tienen 40, 50 o 60 pirulos y no estuvieron años en la universidad, ni en la primaria siquiera, tampoco estuvieron en una heladera. Todo ese tiempo estuvieron embarrados, estudiando cómo se siente vivir relegados y tomando nota de un sinfín de experiencias en el aula marginal que jamás registraron quienes estaban leyendo Borges, La Biblia o El Capital.

Más de una vez, en alguna facultad, nos preguntaron cómo se hace La Garganta Poderosa, con buen diseño, lindas fotos y hasta un poco de prosa. Con carpuza, pretendían sobredimensionar la colaboración de quienes tienen su misma formación. Pero no está ahí el valor agregado de esta publicación, sino en la mirada que desechan esos que hacen la interpelación.

Mientras aguardamos una reforma moral, bienvenida sea la judicial. Eso sí: antes de reclamar un juez villero o mapuche, en esa justicia “imparcial”, habrá que aceptar la diversidad cultural. Pues si la igualdad de género hoy se discute en televisión, se debe a que hombres y mujeres han tomado posición. Pero la discusión de clase no copa la parada, porque su existencia está negada. ¿Vieron cuántos elogios recabó el juez que leyó la débil condena para Pedraza, por haberla leído “para el ama de casa”? Amablemente, nos comparten los fallos de su señoría, como si fuera justa esa asimetría, que excluye nuestra opinión de las reglas que nos competen, de sus modos de aplicación y de las sanciones a quienes no las respeten. Ahí, compañero, subrayaríamos las leyes que garantizan los derechos de quienes no las respetaron primero, porque la Justicia no debiera negar más que la libertad, en esas cárceles donde el Estado viola el derecho a la dignidad.

Ya no queremos un tutor que mañana nos descarte. ¡Queremos ser parte! Porque esa clase media, supervisada cuando no hipnotizada por la clase mayor y su emporio ansiolítico, no sólo goza del monopolio mediático, académico y judicial, sino también del político. Para entender, hay que mirar qué pasó con los “negros” que olfatearon el poder… Clarito, hermano, los medios les saltaron a la yugular y la política les soltó la mano. Ni mártires, ni demonios, pagaron sus errores con la decapitación racista del campo electoralista. Como denominador común, fueron acusados de “violentos”, “dominados” o “traidores”, difamaciones que seguro correrán para estos villeros que leés, cuando les empecemos a hacer cosquillas en los pies. Porque es corta la bocha: ¿O conocen alguna candidata rubia que se tiña de morocha? Con sensatez, señores, el capitalismo no les dará la luz de los televisores, ni los aplausos estremecedores, ni más fans que detractores. Pero nada de todo eso le fue concedido a ningún negro argentino. Y entonces podrán jactarse de estar andando su mismo camino.

Aun revolviendo los archivos de los 70, se encuentra información sobre los desaparecidos que hacían trabajo barrial, pero casi no hay registros de la resistencia vecinal. Desde siempre, pareciera ser, los negros han sido blanco fácil a la hora de desaparecer.

Por lo pronto, no entendemos por qué, todavía, tantas expresiones partidarias tienen caras y concepciones clasemedieras, siendo negros casi todos los que sostienen los palos de sus banderas. Ni por qué se atribuyen la potestad de presionar desde escritorios que nunca vimos a los referentes comunitarios que elegimos, exhortándolos a obedecer sin contemplar nuestro parecer. Ya es tiempo de crecer.

Queda por delante el gran desafío, la prueba de la blancura, la hora de saber si el mundo se cura: la clase media progresista, que ha tomado la decisión de no perpetuar la dominación, debe expropiarse a sí misma el beneficio que le fue concedido, aun sin haberlo elegido. Y no se trata de empobrecer su vida material, donando sus bienes o renunciando a su trabajo, sino de abrirles paso a los que vienen de abajo. Sólo así, encontraremos la paz y nos podremos unir. Ojalá tengamos un negro por venir.


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